I
Vicente es alto y de cuerpo musculoso. “Por el trabajo”, aclara. Su “gimnasio” es la fábrica, el mercado, la calle. También la carga y descarga de bultos, pacas de cemento, bloques, cabillas, madera, cuando encuentra oportunidad, chance. Se queja, con duras palabras, que sus escuchas sienten salírsele del alma, sobre lo que al país le ocurre y los pobres sufren “en carne viva.” Lo grafica, golpeándose los brazos con sus manos callosas. Vicente dice que quiere hablar. Marco Antonio Villarroel, se dispone a escucharlo con mucha calma y respeto. El sol del mediodía quema. El diálogo se escenifica en plena calle, la principal de Santa Ana del Norte, la histórica, pequeña y hermosa ciudad donde se protagonizó, en su inigualable templo colonial, uno de los actos mayores de nuestra gesta independentista, como lo fue el Reconocimiento dado por los llamados “Libertadores de Oriente” al liderazgo todo del que iba a ser, como en efecto lo fue, el Padre de la Patria, y el nacimiento en firme de la Tercera República. Los vecinos se van concentrando porque, según escucha el cronista, “cuando Vicente habla resulta obligación escucharlo”. Vicente que, a dos cuadras y media de la Plaza Bolívar, esperaba al político “para hacerle una pregunta”, después del afectuoso saludo, se la formula: “Si usted viene a pedirme el voto, ¿puede garantizarme que el cambio ofrecido será cierto?”. Vicente, cordial, amistoso, pone su mano sobre el hombro del hombre y agrega; “Mire, yo soy de los que, cuando empeño la palabra, muevo cielo y tierra para cumplir lo que ofrezco. ¿Chocamos las manos?” Y ofrece la suya al tiempo que advierte que hará lo que él denomina una reflexión: “Usted busca el voto; bueno, y ¿nosotros qué buscamos?”. La respuesta es inmediata, porque él mismo se responde, con una velocidad extraordinaria: “Salir de esta gran vaina en la nos han metido los que gobiernan y coger el mejor camino que nos lleve, como usted dice en su propaganda, a encontrar soluciones verdaderas, que se traduzcan en comida, y no con precios extraterrestres; se conviertan en agua que nos llegue todos los días y no cada cuarenta para beber, cocinar y bañarse, porque la salada de la mar no sirve para aplacar la sed, no coge candela y pelea con el jabón; que llegue el gas para hervir la sopa, hacer el arroz, sancochar, la pasta, montar las arepas, y no leña porque hasta estos árboles, (y los señala) no durarían dos días, que el transporte funcione, y con tarifas de pueblo, porque sus conductores nos tienen cobeados con eso de los repuestos, como si gastasen un caucho todos los días, teniendo a su favor subsidios; que la luz no la corten a cada rato, de paso con lo caras que están las velas, y que se termine el miedo de que nos asalte un malandro en la puerta de la casa o allí mismo en la esquina. Eso es lo que yo quiero obtener a cambio de mi voto”. Marco Antonio Villarroel, que coloca sus dos manos sobre los hombros del hombre, le responde, muy despacio, casi una eternidad entre frase y frase. “Mi apreciado Vicente, esta es la primera vez que pido voten por mí y, al decidir hacerlo, respaldando una línea de conducta y unos razonamientos que denominamos Soluciones para Venezuela, que las creemos posibles de concretar para regresarle al país la paz, el progreso, el entendimiento entre todos, me obligan a ser sincero. Yo también cuando he empeñado mi palabra he honrado el compromiso, por lo que puedo garantizarle que la respuesta a su pregunta, que usted mismo califica de reflexión, y de verdad lo es, la daremos en la Asamblea, exigiéndole al gobierno cumpla con las obligaciones que tiene constitucionalmente contraídas con el pueblo. Y como estamos decididos a lograr que el gobierno nacional, regional y local las cumpla, sus planteamientos, que lo son del pueblo, serán todos realidad”. Vicente mira fijamente al candidato a diputado. Se nota que Vicente está pensando. El silencio pareciera eterno, hasta que Vicente lo abrasa: “Mi gente”, le dice a los que presencian la escena: “A este hombre sí le creo”.
II
Ella se acerca a la reja, que no abre, y extiende su mano a quien le ofrece la suya, desde la estrecha acera. Se puede observar, adentro, lo pequeño de la sala, con modesto juego de recibo, de paleta, dos diplomas de Primaria, uno y el otro de Bachillerato, que cuelgan de la pared pintada de azul cielo-limpio. Hay una repisa que sostiene la imagen de la Virgen del Valle que la custodian dos lamparitas encendidas al mediodía. La mujer tiene unos ojos grandes y negros, viste camisa marrón y falda ancha, luce dos aretes con conchas pequeñitas y un gastado anillo de matrimonio, que pareciera de plata. Su voz es gruesa y en su cara, bien redonda, se evidencia que desde hace tiempo no hay sonrisas; morena la piel y pelo corto en exceso, lo primero que dice, después de los buenos días, es que no irá a votar. Y, como si necesitara hablar, desahogarse, explicar el por qué de su negativa, la mujer se muestra molesta por lo que considera “es una afrenta que el gobierno a diario comete contra el pueblo” lo cual, en su opinión, “merece el más grande de los repudios” y “no votar”, para ella, es su manera, así lo explica, “de cobrarle a la revolución, lo que la revolución me ha quitado”. Le tiemblan los labios. Las palabras fluyen con violencia y su movimiento de manos le agrandan lo que llama “mi rabia que, por no poder contenerla, se me sale sola”. El hombre que ha tocado su puerta, le pide calma, estrechando entre sus manos las manos de la mujer que le ha dejado entrar. Ella afirma que ya no puede más, que ,si “no digo lo que tengo que decir, la sangre se me secará y se me morirá el corazón y, al morirse mi corazón, pues me moriré yo”. No se sienta. En dos, tres, cuatro pasos, recorre el espacio hasta la puerta de hierro y regresa a la pared pintada de azul cielo limpio. Y dice: “Mire, usted dirá que estoy loca, y no lo niego, pero vivir de este modo, la verdad por delante, es imposible. Yo no votaré porque, si voto perderé el voto. Me lo robarán, igualito a como me han robado, mejor, nos han robado hasta las ilusiones. Y yo no quiero que me vuelvan a robar. Yo ya perdí hasta la esperanza…”. La mujer se excusa por “no poder brindarle ni siquiera un guayoyito y de paso aprovechar su visita para dejar salir lo que me quema por dentro”. Dos láminas del techo, que es de zinc, se notan, las está dañando el óxido. Una cortina de plástico, con margaritas de adorno, baila de un lado al otro, movida por el viento que penetra desde la calle. Cuando lo hace a la derecha, deja ver el comienzo de un corredor y, adentro, porque debe estar atado, ladra con fuerza un perro. En la calle se ha reunido alguna gente, que sale a saludar al dirigente nacional del Partido Soluciones, que ayudó a fundar y que ahora lo lleva como candidato a la Asamblea en la Lista Nacional, que recorre, en el último día de campaña, Santa Ana del Norte, La Vecindad y El Maco, del Distrito Gómez y de allí se irá al Municipio Marcano, finalizando en la noche en el Municipio Arismendi. La gente se interesa por la conversación entre la señora y el político. Ellos saben que la vecina poco transige en su postura frente al gobierno. Marco Antonio Villarroel, toma la palabra y le precisa: “Usted dice que ya perdió la esperanza, que le han robado hasta las ilusiones y que no votará. Respeto su decisión. Su negativa, explica, la genera el desgobierno, la mala gestión, la burla permanente del gobierno hacia el pueblo. Pero, la gran pregunta es el por qué va a dejarle el campo libre al gobierno para que siga desgobernando. La abstención, nunca ha rendido resultados positivos. Por el contrario, han sido del todo perjudiciales. El voto es la única arma que la democracia permite para lograr cambiar lo malo y, si ese, que es un derecho ciudadano, no se ejerce, estaríamos limitándonos nosotros mismos. Por el contrario, votar es enfrentar, por la vía de ese acto tan democrático e importante, a los culpables de todo lo que le aflige como ciudadana, como pueblo, Piénselo. No se niegue a usted misma la posibilidad de defenderse. Su voto, un voto, puede decidir el futuro suyo, de los suyos y de Venezuela, que es suya también. Piénselo y pregúntese que, si se pierde por un voto la posibilidad de cambiar la dura realidad que hoy usted vive, ese voto puede ser el que usted no quiso depositar. Pero pregúntese también que, si esa posibilidad se gana por un voto, ese voto que logró el triunfo, podría ser el tuyo…”. El político se despidió con un beso que ella retribuyó, ya con cara sonriente. ¡Tres casas más allá todos escuchamos un fuerte “!Tiene razón, señor candidato. Es verdad: perdí la esperanza, ¡pero aún me queda mucha fe…!”
III
José es albañil, tiene 45 años, esposa e hijos. Como la inmensa mayoría de sus vecinos, ha ido poco a poco levantando su casa en el barrio llamado La Invasión, en La Guardia. Dice que “pegó” más de dos mil bloques en los meses que tuvo trabajo construyendo uno de los centros comerciales más grandes de Margarita. Ahora, desempleado “porque en la isla se paró todo, tengo que ingeniármelas de mil modos para buscar el sustento para la familia”. Él entiende, perfectamente, que “la política es un mal necesario” y de tal la califica, pero rechaza, “y en eso yo estoy muy empeñado”, que “algunos la hayan utilizado a su favor y no de todos. Los que así vienen actuando el pueblo los va rechazando y van quedando, uno se da cuenta; los que sí lo son de verdad y demuestran estar trabajando por el pueblo, llegarán muy lejos”, profetiza. Al ver que los acompañantes del político que lo visita “son puros muchachos”, José se alegra. “Eso me gusta. No están viciados. Y el partido de ustedes, si no me equivoco, es el más nuevo y si lo que tienen aquí escrito lo cumplen, pues entonces ustedes si serán soluciones”. Se sonríe. Estrecha las manos que los jóvenes le ofrecen y las muchachas le plantan un beso en su negra mejilla. “Yo he militado en la revolución”, indica. “Cuando comenzó, todo era muy bonito y las promesas buenas. El hombre hablaba y nosotros lo entendíamos. Pero, o se olvidó de lo que ofreció o los que lo rodeaban, como moscas, no se lo recordaron. Fíjese: en vez de avanzar, retrocedimos y vamos al revés. Decepcionado, me fui y conmigo muchos amigos. Desde ese tiempo me fijo en lo que los políticos hacen y hasta he podido calibrar cuáles son buenos y cuáles son malos. Le vuelvo a decir, mi amigo: ustedes aparecen y sus mensajes dicen lo que nosotros queremos decir, pero nadie nos escucha. ¡Ojalá que puedan llegar! ¿Que toda esta muchachera no tiene experiencia? ¡Pero irán aprendiendo! Yo los felicito”. José arrima la silla, invita al político a sentarse. “La conversa se pone buena”, dice uno de los vecinos. Un grupo de niños, el mayor, cinco, seis años, negrito, muy avispado, bailan, bailan, bailan al ritmo de la música que reparte al aire el camión del sonido. Lo que siguió de diálogo entre los dos hombres, en el porchecito, mínimo, de la casita también mínima, no se escuchó, porque José aclaró que “hay cosas que se gritan y otras que se susurran”. Al rato, Marco Antonio Villarroel y el dueño de la casa, que ya le había presentado a su familia y a sus amigos, se dieron un abrazo fuerte, de despedida. El político, que es un “caraquista” furibundo, no aguantó: Le pidió el guante y la pelota toda cubierta de teipe negro y adhesivo que había sido blanco, a un catire que “calentaba” el brazo. Tuvo mucha suerte, ponchó a dos. Mucho aplauso. Los niños seguían bailando, El sol derretía.